Literatura, filosofía, psicoanálisis

viernes, 11 de octubre de 2019

Lacan y Wittgenstein

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por José Cueli

El mejor camino o modo de aproximación a un texto o a una forma de pensamiento es el de la exégesis (exegéomae: guiar, interpretar, exponer). Exégesis como práctica que permita que el propio pensamiento sea fecundado por nuevas propuestas que nos conduzcan a novedosas líneas de pensamiento y hacia nuevas preguntas.
Tal parece ser la propuesta que encierra el texto de Françoise Fontenau, La ética del silencio, que pretende abordar algunos de los aspectos del pensamiento de Jacques Lacan y de Ludwig Wittgenstein. El pensamiento y el lenguaje han dado y siguen dando mucho qué pensar a multiplicidad de disciplinas en la actualidad.
En momentos cruciales como el que vivimos en que la comunicación adquiere dimensiones vertiginosas, debido a la cibernética cuyas consecuencias y repercusiones son aún insospechadas, pareciera que mientras el hombre moderno navega a sus anchas en la red, naufraga sin timón en una sociedad de consumo, de apariencias, que lo conducen a una competitividad irreflexiva y a un aislamiento “detrás de la pantalla”.
Pero, ¿en qué se nos convierte el mundo “detrás de la pantalla”? Quizá sea útil que ante la amenaza de “diluirnos ante las pantallas de cristal líquido” retomemos los textos que disertan en torno a algunos de los aspectos más humanos de lo humano: el pensamiento y el lenguaje.
Wittgenstein parte de premisas fundamentales que aún hoy dan mucho que pensar. “El hecho sólo es hecho a partir de ser dicho”.
Para él el mundo es “mi” mundo y los límites de éste se limitan a lo que puede ser dicho. El decir precede al saber. Se introduce después en la complejidad del signo y nos dice: “La torpeza del signo para hacerse comprender a través de toda suerte de gestos, desparece no bien reconocemos que todo depende del sistema al que pertenece el signo. Uno querría decir: únicamente el pensamiento puede decirlo, no el signo. Y sin embargo, una interpretación realmente es algo que nos es dado en el signo”.
No sólo el objeto de la consciencia es una proposición, sino que es una proposición dicha. En Wittgenstein la relación con el objeto, en el sentido trascendental, es inconcebible en ausencia de una posibilidad de enunciación. En la proposición siete del Tractatus enuncia: “Aquello de lo que no se puede hablar, hay que callarlo”.
El silencio adoptaría entonces el lugar de ese “más” que no tuvo sentido. Esta sentencia da mucho que pensar y enlaza aquí con la problemática del decir en Lacan. Desde el seminario escribe: “Antes de la palabra, nada es ni deja de serlo. Sin duda, todo está allí, pero sólo con la palabra hay cosas que son verdaderas o falsas, es decir, que son, y cosas que no son. La verdad se abre camino en lo real precisamente con la dimensión de la palabra. Antes de ella no hay verdadero ni falso”.
Otra afirmación de Lacan en su seminario es que en Wittgenstein no hay metalenguaje. Según él, (...) “no hay metalenguaje que pueda ser hablado; más aforísticamente: no hay Otro del Otro.
Fontenau se pregunta en este punto, con respecto a Lacan: sin embargo, ¿no recurre él al Nombre-del-Padre para apuntalar su mística, su ética, para sostener su lógica?
Por su parte, Wittgenstein, en sus Conferencias trasluce un Nombre-del-Padre dividido, una divinidad y luego unida donde se necesita un lazo entre la existencia del mundo y la ética, la palabra de Dios.
En lo que respecta al deseo, ética y deseo están íntimamente ligados en sicoanálisis, mientras que para Wittgenstein los que hacen pareja son más bien ética y sentido.
Wittgenstein llega al “no hay más que decir” precisamente queriendo “salvar la verdad”, deseando convertirla en la regla y en el fundamento del saber. ¿Cuál es entonces el Wittgenstein que nos presenta Lacan? No uno confinado al silencio por la consciencia de haberlo dicho todo o no poder decir más, sino un hombre extenuado por esa búsqueda sin descanso de la designación justa y que termina por no hablar más.
En Lacan más bien destaca el Wittgenstein que nos habla de “malestar mental” en sus Cursos de Cambridge, “Malestar mental” en Wittgenstein, “queja del sujeto” en Lacan.
Por consiguiente, lo que nos lleva a pasar del sentido a la denotación es la búsqueda y el deseo de verdad. Lacan subraya aquí la importancia de esa verdad para Wittgenstein, esa “cuestión de la verdad (que) condiciona en su esencia el fenómeno de la locura”.

Kant y Sade: La Pareja Ideal

Kant y Sade: La Pareja Ideal

 
 
Por Slavoj Žižek



Kant y Sade

De todas las parejas en la historia del pensamiento moderno (Freud y Lacan, Marx y Lenin...), Kant y Sade es quizás la más problemática: la sentencia “Kant es Sade” es el “juicio infinito de la ética moderna, el lugar del signo de la ecuación entre dos  opuestos radicales, es decir, afirmando que la sublime actitud ética desinteresada sea de algún modo idéntica a, o superpuesta con, la indulgencia irrestricta de violencia placentera. En toda caso, la apuesta quizás esta aquí: ¿hay una línea de la ética formalista kantiana a la máquina asesina a sangre-fría de Auschwitz? ¿Son los campos de la concentración y asesinato como un neutro negocio, el resultado inherente de la insistencia ilustrada en la autonomía de Razón? ¿Allí hay por lo menos algún linaje legítimo de Sade al verdugo fascista, como está implícito en la versión fílmica de Pasolini de Saló, en la qué se traslada a los oscuros días de la república de Salo de Mussolini? Lacan desarrolló este vínculo primero en su Seminario de La Ética del Psicoanálisis (1958-59)1, y luego en uno de sus Écrits, en "Kant con Sade" de 19632.


1.

Para Lacan, Sade desplegó consecuentemente el potencial inherente de la revolución filosófica kantiana, en el sentido preciso de que él honestamente externalizo la voz de la conciencia. La primera asociación aquí es, por supuesto: ¿Sobre qué está basado todo el alboroto? Hoy, en nuestra era posidealista freudiana, ¿acaso no sabemos todos que el punto del "con" manifiesta la verdad del rigorismo de la ética de Kant como el sadismo de la Ley, es decir, la Ley kantiana es una agencia superyoica que sádicamente goza el bloqueo del sujeto, su incapacidad para encontrarse con sus demandas inexorables, como el maestro proverbial que tortura a los alumnos con tareas imposibles y en secreto saborea sus fracasos?

El punto de Lacan, sin embargo, es exactamente el opuesto de esta primera asociación: no es Kant quien era un sádico de closet, es Sade quien es un kantiano de closet. Es decir, lo qué uno debe tener presente es que el enfoque de Lacan es siempre Kant, no Sade: en lo que él está interesado es en las últimas consecuencias y las premisas repudiadas de la revolución ética kantiana. En otras palabras, Lacan no intenta hacer el usual argumento "reduccionista" de que cada acto ético, tan puro y desinteresado como pueda aparecer, está siempre fundamentado en alguna motivación "patológica" (el propio interés a largo plazo del agente, la admiración de sus pares, o la satisfacción negativa proporcionada por el sufrimiento y la frecuente extorsión demandada por los actos éticos); el enfoque del interés de Lacan reside más bien en la inversión paradójica por medio del cuál el deseo mismo (es decir, actuando en el deseo de uno, no comprometiéndolo) ya no puede fundamentarse en cualquier interés o motivación "patológica" y así encontrar el criterio kantiano el acto ético, de manera que "seguir el propio deseo" se superpone con "seguir la obligación (de uno)". Basta recordar el famoso ejemplo del propio Kant en su Crítica de la Razón Práctica:

Suponed que alguien pretenda excusar su inclinación al placer diciendo que le es para él totalmente irresistible, cuando se le presentan el objeto amado y la ocasión propicia; pues bien, si una horca está levantada delante de la casa donde se le presenta aquella ocasión, para colgarle apenas haya gozado el placer, preguntad si en tal caso no vencería su inclinación. No se tiene que buscar mucho lo que respondería.3

El contraargumento de Lacan aquí es: ¿Y si nosotros encontramos a un sujeto (como lo encontramos regularmente en psicoanálisis), que solo puede gozar plenamente una noche de pasión si alguna especie de “horca” lo amenaza, es decir, si al hacerlo, él esta violando alguna prohibición?

Hay una película italiana de los años sesenta, Casanova 70, estelarizada por Virna Lisi y Marcello Mastroianni que trata el mismo punto: el protagonista solo puede retener su potencia sexual si al “hacerlo” invulocra en algún tipo de peligro. Al final de la película, cuando él está a punto de casarse su amada, él quiere al menos violar la prohibición del sexo premarital durmiendo con ella la noche anterior a la boda - sin embargo, su prometida sin saberlo estropea incluso este placer mínimo al obtener del sacerdote un permiso especial para que ambos pudieran dormir juntos la noche anterior, privando de este modo al acto de su aguijón trasgresor. ¿Qué puede él hacer ahora? En la última escena de la película, nosotros le vemos arrastrarse por una angosta terraza en lo alto de un edificio, dándose a la difícil tarea de entrar en la alcoba de la muchacha de la manera más peligrosa, en un esfuerzo desesperado por vincular la satisfacción sexual al peligro mortal... De modo que, el punto de Lacan es que si la satisfacción de la pasión sexual involucra la suspensión de incluso los más elementales intereses "egoístas", si esta satisfacción se localiza claramente "más allá del principio de placer", entonces, a pesar de todas las apariencias de lo contrario, nosotros estamos tratando con un acto ético, entonces su "pasión" es stricto sensu ético...4

El otro punto de Lacan es que esta dimensión sadeana encubierta de una "pasión (sexual) ética" no es el resultado de nuestra interpretación excéntrica de la lectura de Kant, sino que es inherente al edificio teórico kantiano.5 Si nosotros situamos al cuerpo a un lado de sus "evidencias circunstanciales” (¿no es la infame definición de Kant del matrimonio - "el contrato entre dos adultos de sexo opuesto sobre el uso mutuo de sus órganos sexuales" - completamente sadeano, ya que reduce al Otro, al compañero sexual del sujeto, a un objeto parcial, a su órgano corporal que proporciona placer, ignorando el Todo de una persona humana?), obtenemos que la pista crucial que nos permite discernir los contornos de "Sade en Kant" es la manera en que Kant conceptúaliza la relación entre la sensibilidad (los sentimientos) y la Ley moral.

Aunque Kant insiste en el hueco absoluto entre los sentimientos patológicos y la pura forma de la Ley moral, hay un sentimiento a priori que el sujeto necesariamente experimenta cuando se confronta con el mandato de la Ley moral, el dolor de la humillación (debido al orgullo de la herida de hombre, debido al "Mal radical" de naturaleza humana); para Lacan, este privilegio kantiano del dolor como el único sentimiento a priori es estrictamente correlativo a la noción de Sade del dolor (torturar y humillar al otro, ser torturado y humillado por aquel) como la manera privilegiada del acceso a la jouissance sexual (El argumento de Sade, por supuesto, es que ese dolor tiene prioridad sobre el placer a causa de su mayor longevidad - los placeres son pasajeros, mientras que el dolor puede durar casi indefinidamente). Este vínculo puede ir más allá por lo que Lacan llamo la fantasía sadeana fundamental: la fantasía de otro, el cuerpo etéreo de la víctima, qué puede torturarse indefinidamente y no obstante mágicamente retener su belleza (ver a la usual figura sadeana de una joven muchacha que sufre humillaciones interminables y mutilaciones por un verdugo y sin embargo misteriosamente sobrevive de algún modo intacta, de la misma manera en que Tom y Jerry y otros héroes de dibujos animados sobreviven intactos todas sus ridículas pruebas).

¿No proporciona esta fantasía la fundación libidinal del postulado kantiano de la inmortalidad del alma que se esfuerza por lograr la perfección ética eternamente, es decir, no es la "verdad" fantasmatica de la inmortalidad del alma su contrario exacto, la inmortalidad del cuerpo, su habilidad de sufrir/sostener el dolor y la humillación interminable?

Judith Butler señalo que el "cuerpo" foucaultiano como el sitio de resistencia no es otra cosa que la "psique" freudiana: paradójicamente, el "cuerpo" es el nombre de Foucault para el aparato psíquico en la medida en que resiste la dominación del alma. Es decir, cuando, en su muy conocida definición del alma como la "prisión del cuerpo", Foucault da vuelta a la definición platónico-cristiana estándar del cuerpo como la "prisión del alma", lo qué él llama "cuerpo" no es simplemente el cuerpo biológico, sino que retiene efectivamente ya algún tipo de aparato psíquico pre-subjetivo.6 Por consiguiente, ¿no encontramos en Kant una secreta inversión homóloga, sólo que en dirección opuesta, de la relación entre el cuerpo y el alma: lo qué Kant llama la "inmortalidad del alma" es efectivamente la inmortalidad del otro, etéreo, el cuerpo "inmortal"?


2.

Esta es la vía del papel central del dolor en la experiencia ética del sujeto que Lacan introduce como la diferencia entre "el sujeto de la enunciación" (el sujeto que profiere una declaración) y el sujeto del enunciado (declaración)" (la identidad simbólica que el sujeto asume dentro de y vía su declaración): Kant no se dirige la pregunta de quién es el "sujeto de la enunciación" de la Ley moral, el agente que enuncia el mandato incondicional ético - dentro de su horizonte, esta pregunta no tiene sentido, ya que la Ley moral es una orden impersonal que no "viene de ninguna parte", es decir, es finalmente auto-postulada, autónomamente asumida por el sujeto). A través de la referencia a Sade, Lacan lee la ausencia en Kant como un acto de entrega invisible, de "reprimir", al enunciador de la Ley moral, y es Sade quien lo hace visible en la figura del "sádico" ejecutor-verdugo de la justicia - este ejecutor de la justicia es el enunciador de la Ley moral, el agente que encuentra placer en nuestro (el sujeto moral) dolor y humillación.

Un contraargumento se ofrece aquí con auto-evidencia: todo esto no tiene sentido en absoluto, ya que, en Sade, el elemento que ocupa el lugar del mandato incondicional, la máxima que el sujeto tiene que seguir categóricamente, no es ni por mucho la orden kantiana ético universal ¡Haz tu deber! sino su contrario más radical, el mandato para seguir en el límite sumo de lo completamente patológico, de los caprichos contingentes que le traen placer, reduciendo a todos sus prójimos humanos cruelmente a instrumentos de su placer.  Sin embargo, es crucial percibir la solidaridad entre este rasgo y la emergencia de la figura del verdugo-ejecutor de la justicia del "sádico" como el efectivo "sujeto de la enunciación" de la declaración-el mandato ético universal. Los sadeanos se mueven con respeto-a-la-blasfemia kantiana, es decir, el respeto al Otro (el prójimo), su libertad y autonomía, y el tratarlos también siempre como un fin-en-sí, reduciéndolos precisamente a todos los Otros a instrumentos dispensables para ser explotados cruelmente, es estrictamente correlativo al hecho de que el "sujeto de la enunciación" del mandato Moral, invisible en Kant, asume los rasgos concretos del ejecutor de la justicia sadeana.

Lo que Sade logra es así una operación muy precisa de romper el vínculo entre dos elementos que, en los ojos de Kant, son sinónimos y superpuestos:7 la aserción de un mandato ético incondicional; la universalidad moral de este orden. Sade guarda la estructura de un orden incondicional, poniendo como su contenido la absoluta singularidad patológica.

Y, de nuevo, el punto crucial es que esta ruptura no es la excentricidad de Sade - pone inactivo como una posibilidad en la tensión muy fundamental constitutiva de la subjetividad Cartesiana. Hegel ya era consciente de esta inversión del universal kantiano en la contingencia idiosincrásica suprema: ¿no es el punto principal de su crítica al imperativo ético kantiano que, ya que el imperativo está vacío, Kant tiene que llenarlo de algún contenido empírico, otorgando así al contenido contingente particular la forma de necesidad universal?

El ejemplar caso del "patológico" elemento contingente elevado al estado de una demanda incondicional es, por supuesto, un artista absolutamente identificado con su misión artística, siguiéndolo libremente sin ninguna culpa, como un constreñimiento interno, incapaz para sobrevivir sin él. El destino triste de Jacqueline du Pré nos confronta con la versión femenina de la grieta entre el mandato incondicional y su anverso, la serial universalidad de objetos empíricos indiferentes que deben sacrificarse en la persecución de la misión de uno.8 (Es sumamente interesante y productivo la lectura de la historia de la vida de Du Pré no como "historia real", sino como una narrativa mítica: lo que es tan sorprendente sobre ella es como sigue estrechamente los contornos predestinados de un mito familiar, igual que con la historia de Kaspar Hauser, en la que los accidentes individuales reproducen misteriosamente los rasgos familiares de los antiguos mitos.) El mandato incondicional de du Pré, su impulso, su pasión absoluta era su arte (cuando ella tenía 4 años, al ver alguien tocando un violoncelo, ella afirmo inmediatamente que eso es lo que ella quería hacer...). Esta elevación de su arte al incondicional relegó su vida de amor a una serie de encuentros con hombres que eran finalmente todos sustituibles, uno era tan bueno como el otro - ella fue reportada como una serial "comedora de hombres". Ella ocupó así normalmente el lugar reservado para el VARÓN artista - no fue ninguna sorpresa que su larga enfermedad trágica (múltiples esclerosis, que la estuvieron matando dolorosamente de 1973 a 1987) fue percibida por su madre como una "respuesta de lo real", como el castigo divino para ella no sólo por su vida sexual promiscua, sino también por su compromiso "excesivo" con su arte...


3.

Ésta, sin embargo, no es la historia completa. La pregunta decisiva es: ¿la Ley moral kantiana es traducible a la noción freudiana de supeyó o no? Si la respuesta es sí, entonces "Kant con Sade" efectivamente significa que Sade es la verdad de la ética kantiana. Si, no obstante, la Ley moral kantiana no puede identificarse con el superyó (puesto que, como el propio Lacan lo formula en las últimas páginas del Seminario XI, la Ley moral es equivalente deseo mismo, ya que el superyó precisamente alimenta el compromiso del deseo del sujeto, es decir, la culpa sostenida por el superyó atestigua el hecho de que el sujeto ha traicionado en alguna parte o ha comprometido su deseo),9 entonces Sade no es la verdad entera de ética kantiana, sino un forma de su realización pervertida. Para abreviar, lejos de ser "más radical que Kant", Sade articula lo que pasa cuando el sujeto traiciona la verdadera severidad de la ética kantiana.

Esta diferencia es crucial en sus consecuencias políticas: en la medida en que la estructura libidinal de los regimenes "totalitarios" es perversa (el sujeto totalitario asume la posición del objeto-instrumento de la jouissance del Otro), "Sade como la verdad de Kant" querría decir que la ética kantiana efectivamente alberga potenciales totalitarios; sin embargo, en la medida en que, cuando nosotros concebimos la ética kantiana precisamente como la prohibición de que sujeto asuma la posición del objeto-instrumento de la jouissance del Otro, es decir, llamando a que asuma la responsabilidad plena por lo que él proclama su Deber, entonces Kant es el antitotalitario por excelencia...

El sueño sobre la inyección de Irma que Freud usó como el caso ejemplar para ilustrar su procedimiento de análisis de los sueños es un sueño sobre la responsabilidad -(La propia responsabilidad de Freud por el fracaso de su tratamiento de Irma)- este hecho solo indica que esa responsabilidad es una noción freudiana crucial.

Pero, ¿cómo concebimos esto? ¿Cómo evitamos la usual trampa de la mauvaise foi (mala fe) del sujeto sartreano responsable de su proyecto existencial, es decir, del motivo existencialista de la culpa ontológica que pertenece a la existencia humana finita como tal, así como a la trampa opuesta de "poner la culpabilidad en el Otro" ("ya que el Inconsciente es el discurso del Otro, yo no soy responsable de sus formaciones, es el gran Otro quién habla a través de mí, Yo soy meramente su instrumento... ")?

El propio Lacan señaló el modo de este bloqueo refiriéndose a la filosofía de Kant como el antecedente crucial de la ética psicoanalítica del deber "más allá del Bien." Según la crítica estándar pseudo-hegeliana, la ética universalista kantiana del imperativo categórico falla en tener en cuenta la situación histórica concreta en que el sujeto está circunscrito, y qué proporciona el contenido determinado del Bien: lo que elude el formalismo kantiano es la especificidad histórica particular de la substancia de la vida ética. Sin embargo, este reproche puede responderse afirmando que la única fuerza de la ética de Kant reside en esta misma indeterminación formal: la Ley moral no me dice lo que es mi deber, me dice meramente que yo debo lograr mi deber, es decir, no es posible derivar las normas concretas que yo tengo que seguir en mi situación específica desde la Ley moral misma - lo qué significa es que el sujeto mismo tiene que asumir la responsabilidad de "traducir" el mandato abstracto de la Ley moral en una serie de obligaciones concretas.

En este sentido preciso, uno esta tentado a arriesgarse para hacer un paralelo con la Crítica del Juicio de Kant: la formulación concreta de una determinada obligación ética tiene la estructura de un juicio estético, es decir, de un juicio en el que, en lugar de simplemente aplicar una categoría universal a un objeto particular o de la subsunción de este objeto bajo una determinación universal ya dada, Yo como eso invente su dimensión universal-necesariamente-obligatoria y por eso elevo este particular - el objeto contingente (acto) a la dignidad de la Cosa ética.

Hay así, siempre algo sublime sobre el pronunciar un juicio que define nuestro deber: en el, yo "elevo un objeto a la dignidad de la Cosa" (La definición de Lacan de la sublimación). La aceptación plena de esta paradoja también nos compele a rechazar cualquier referencia al "deber" como una excusa: "Yo sé que esto es pesado y puede ser doloroso, pero qué yo pueda hacerlo, éste es mi deber... " El lema estándar del rigor ético es "¡no hay ninguna excusa para no lograr el deber de uno!"; aunque el "Du kannst, denn du sollst!" (¡Tú puedes, porque tú debes!) parece ofrecer una nueva versión de este lema, lo complementa implícitamente con su inversión mucho más misteriosa: "¡No hay ninguna excusa por lograr el deber de uno!"10 La referencia al deber como una excusa para hacer nuestro deber debe rechazarse como hipócrita; baste recordar el proverbial ejemplo de un maestro sádico severo que sujeta a sus alumnos a la disciplina implacable y tortura. Claro, su excusa para sí mismo (y para otros) es: "Yo mismo encuentro duro esforzarme para ejercer tal presión en los pobres niños, pero yo que puedo hacer - ¡es mi deber!" El ejemplo más pertinente de esto es un político estalinista que ama a la humanidad, pero no obstante realiza horribles purgas y ejecuciones; su corazón está rompiéndose mientras el está ejecutando a alguien, pero él no puede ayudarlo, es su deber hacia el progreso de humanidad...

Lo qué nosotros encontramos aquí es la actitud propiamente perversa de adoptar la posición del puro instrumento de la voluntad/deseo del gran Otro: no es mi responsabilidad, no soy yo quién está haciéndolo efectivamente, yo soy meramente un instrumento de la más alta necesidad histórica... El jouissance obsceno de esta situación se genera por el hecho de que yo me concibo exculpado por lo que yo estoy haciendo: no es agradable infligir dolor en otros con el conocimiento pleno de que yo no soy responsable por eso, que yo cumplo meramente la voluntad/deseo del Otro... esto es lo qué la ética kantiana prohíbe. Esta posición del sádico perverso proporciona la respuesta a la pregunta: ¿Cómo puede el sujeto ser culpable cuando él meramente realiza una necesidad "objetiva" externamente impuesta? Por asumir subjetivamente esta "necesidad objetiva", es decir, encontrando goce en lo que se le impone. Así, de manera radical, la ética kantiana NO es "sádica", sino que precisamente lo prohíbe asumir la posición de un verdugo sadeano.

En una torsión final, Lacan, no obstante, mina la tesis de "Sade como la verdad de Kant." No es ningún accidente que en el mismo seminario en que Lacan desplegó por primera vez el vinculo inherente entre Kant y Sade también contiene una lectura detallada de Antigona en la que Lacan delinea los contornos de un acto ético que evita con éxito la trampa de la perversión sadeana como su oculta verdad - insistiendo en su demanda incondicional para el entierro apropiado de su hermano, Antigona no obedece un orden que la humilla, una orden efectivamente proferida por un verdugo sádico...

Así que el esfuerzo principal del seminario de Lacan sobre la Ética del Psicoanálisis es precisamente separarse del ciclo vicioso del Kant avec Sade. ¿Cómo es esto posible? Sólo si - en contraste con un-Kant que afirma que la facultad de desear no es en sí mismo "patológico." Para abreviar, Lacan afirma la necesidad de una "crítica de deseo puro": en contraste con Kant, para quien nuestra capacidad de desear es completamente "patológica" (ya que, cuando él enfatiza repetidamente, que no hay ningún vinculo a priori entre un objeto empírico y el placer que este objeto genera en el sujeto), La afirmación de Lacan de que hay una "pura facultad de deseo", ya que el deseo tiene un objeto-causa no-patológico a priori, este objeto, por supuesto, es lo que Lacan llama el objet petit a.




  
NOTAS.

1. Lacan, Jacques, Le seminaire, Livre VII: L'éthique de la psychanalyse, Paris: Seuil, 1986, chap. VI. [Jacques Lacan. El Seminario, Libro 7. La ética del Psicoanálisis, Buenos Aires, ed. Paidós, 1988.]

2. Lacan, Jacques, "Kant avec Sade," en Écrits, Paris: Seuil, 1966, p. 765-790. [Jacques Lacan. «Kant con Sade», Escritos 2, México, Ed. Siglo XXI, 1984, p. 744-770.]

3. Kant, Immanuel, Critique of Practical Reason, New York: Macmillan, 1993, p. 30. [Inmanuel Kant. Crítica de la razón práctica, Salamanca, ed. Sígueme, 2002, § 6, p.49]

4. “/.../si, como Kant afirma, ninguna otra cosa sino la ley moral puede inducirnos a dejar de lado nuestros intereses patológicos y aceptar nuestra muerte, entonces el caso de aquellos quienes pasan la noche con una mujer sabiendo que deberán pagar por ello con su vida, es el caso de la ley moral” Alenka Zupancic, "The Subject of the Law," en Cogito and the Unconscious, editado por Slavoj Žižek, Durham: Duke UP, 1998, p. 89.

5. La más obvia comprobación del carácter inherente de este vínculo de Kant con Sade, por supuesto, es la (repudiada) noción kantiana de “Mal diabólico”, es decir, el Mal efectuado por ninguna razón “patológica”, pero fuera de regla, justo por esa causa. Kant evoca esta noción del Mal elevado a máxima universal (y así convertida en un principio ético) sólo para negarlo inmediatamente, afirmando que los seres humanos son incapaces de semejante corrupción extrema; sin embargo, ¿no debemos nosotros oponernos a esta negación kantiana señalando que el edificio entero de Sade cuenta precisamente con semejante elevación del Mal como un incondicional imperativo ("categórico")? Para una elaboración más minuciosa de este punto, véase el Capítulo II de Slavoj Žižek, The Indivisible Remainder, London: Verso, 1996.

6. Butler, Judith, The Psychic Life of Power, Stanford: Stanford University Press 1997, p. 28-29.

7. David-Menard, Monique, Les constructions de l'universel, Paris: PUF, 1997.

8. du Pré, Hilary y Piers, A Genius in the Family. An Intimate Memoir of Jacqueline du Pré, London: Chatto and Windus 1997.

9. Alenka Zupancic, op.cit., así como Bernard Baas, Le désir pur, Louvain: Peeters 1992.

10. Para un informe más detallado de este rasgo clave de la ética de Kant, véase el Capitulo II de Slavoj Žižek, The Indivisible Remainder, London: Verso, 1996.





Título Original: Kant and Sade: The Ideal Couple.
lacanian ink 13. Otoño de 1998, pp. 12-25.
Copyright ©1996, 1998 lacanian ink. Todos los derechos reservados.
Extraído de: LACAN.COM

Lacan, Badiou: Filosofía y psicoanálisis


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AGRADEZCO A LA BIBLIOTECA y a Luís Seguí la posibilidad de discutir este libro tan importante y también a mis tres compañeros de mesa que ya han dicho cosas muy sustanciales con respecto al texto que aquí estamos debatiendo.

Si ustedes me permiten, algunos sabrán que soy psicoanalista, voy a presentarles una hipótesis que tengo con respecto a la lectura de este libro que me concierne en el más alto grado porque toca una serie de temas en los que estoy sumamente involucrado.
En primer lugar la expresión “el deseo de filosofía”. Conocíamos desde hace ya muchos años el Manifiesto por la filosofía: nada de entregarse a la experiencia del final de la filosofía, sino de mantener con ella una relación de afirmación. Pero ahora aparece en escena el deseo como soporte del acto del filósofo, lo que tiene una clarísima raíz lacaniana, pues no fue Freud, sino Lacan, como ustedes saben, quien habló del “deseo del analista” y ahora se trata del “deseo del filósofo”.

El deseo interviene siempre para reactivar algo que ha quedado sedimentado. El deseo sólo puede aparecer en escena en la medida que en la escena el deseo no tiene lugar; es siempre un intruso y esta intrusión me parece muy importante destacarla.
Así que ahora el filósofo habla del deseo. Por supuesto si se habla del deseo -como el deseo tiene siempre obstáculos, al deseo no le va bien con el mundo, nunca puede relacionarse con el mundo de una manera, vamos a decir, connatural; el deseo no vino para acompañar al mundo, es antinómico al mundo- así que “el deseo de la filosofía” no se lleva bien con el mundo y el mundo va, en cierto sentido, contrario “al deseo de la filosofía”. Esto me parece que es muy importante y que tiene resonancias muy cercanas en nuestra experiencia. Por eso invito a los psicoanalistas a que lean este libro porque hay algo del destino mismo del psicoanálisis que se puede leer en él.

El deseo del filósofo es “cuaterno”, es tetradimensional. Lacan está enamorado del número cuatro y Badiou también. No voy a hablar ahora de los cuatro procedimientos ni de los cuatro objetos a, ni del nudo del cuatro, pero el cuatro es nuestro número, un número de tres más uno o de cuatro, es un número que guarda entre sí elementos heterogéneos. El deseo del filósofo es tetradimensional.
En primer lugar es un deseo de revuelta. Aquí está esta expresión de Rimbaud, “el deseo de revuelta”, “la revuelta lógica” -que da la casualidad que elegí para un libro mío de poemas cuando tenía 18 años... La primera de las cuatro condiciones del deseo del filósofo es la revuelta y por supuesto el mundo se opone, porque el mundo cree que no es necesaria ninguna revuelta, porque ya está en la libertad, en la libertad codificada de la circulación, vamos a decir infinita, de mercancías. Así que, ya de entrada, el mundo presiona en un sentido contrario a la revuelta.

El otro aspecto del deseo del filósofo es el de la lógica. Y de nuevo el mundo está en una posición antinómica a la lógica y el nombre de esa antinomia, el nombre privilegiado de la antinomia de la lógica es la comunicación. La comunicación sigue más bien los parámetros, en el sentido lacaniano, de la debilidad mental. Constantemente se dan informaciones contradictorias, a toda velocidad, fragmentarias, superpuestas, incoherentes… Así que entre la libertad infinita de la mercancía que presiona contra la revuelta y la comunicación que presiona contra la lógica, vemos por qué el mundo es antinómico al deseo del filósofo.
No hablemos de la universalidad que es otra condición del deseo del filósofo. En este mundo proliferan los expertos, los especialistas, los expertos de los expertos, los especialistas evaluadores que evalúan lo que hay que evaluar. Por lo tanto, la ramificación, la bifurcación, la fragmentación y todo el campo horrible y siniestro de los expertos se constituye en una verdadera batalla del mundo con respecto al carácter universal de la filosofía que, entendido en su sentido noble, quiere decir que lo que se puede pensar lo puede pensar todo el mundo. Como cuando alguien genera una obra de arte y siempre piensa que esa obra de arte es para todo el mundo.
Así que, al deseo del filósofo de la revuelta se opone la circulación infinita de la mercancía, al deseo del filósofo de la lógica se le opone el mundo de la comunicación y al deseo de universalidad del filósofo se le opone, vamos a decir, el mundo de los expertos.
Por último, el amor es otra condición del deseo del filósofo, y aquí viene Mallarmé en lugar de Rimbaud: el pensamiento es una tirada de dados. El azar, la contingencia, están en el deseo del filósofo y el mundo presiona del lado de la seguridad. Badiou ha sido capaz de poner al amor como uno de los cuatro procedimientos de la filosofía. El amor, no como lo entienden algunos lacanianos -como tapón de la imposibilidad de la relación sexual, como mera pintura imaginaria de la imposibilidad de la relación sexual-, sino el amor como algo a inventar que va al lugar de la imposibilidad de la relación sexual, que no es lo mismo que un tapón o algo que obtura. Badiou habla de cómo el mundo de la seguridad, de la autoayuda, de los entrenadores personales, de los expertos etc., está tratando de vaciar de riesgo el orden de la experiencia amorosa que es siempre un orden de encuentro, de contingencia y también de duración por supuesto, pero totalmente antinómico a la lógica de la seguridad.
Así que hay un deseo de filósofo que para Badiou no es de tal o cual autor, no es un deseo ligado a la historia de la filosofía, no es un deseo que se inspire en este o en aquel otro autor, y por eso es un auténtico deseo. Para que sea un auténtico deseo no puede tener relación más que con una causa ausente. Es un deseo de sustracción y como es “un deseo de filósofo”, analiza tres corrientes en la filosofía: la hermenéutica alemana –discrepo de cómo trata a Heidegger, colocándolo en esta corriente, cuando desborda este cuadro, así como el romántico o el fenomenológico-, la analítica anglosajona y el mundo posmoderno, en el que incluye –de manera injusta, a mi parecer a Derrida.

Me acuerdo de la irritación que nos produjo Lacan cuando en su seminario del 64 dijo: “las tres lenguas de la cultura: el inglés, el alemán y el francés...”. Como habrán visto aquí de la lengua española nada, y esto sigue igual. Nuestro querido amigo Badiou, como lo ha manifestado en muchas conferencias, sueña con una alianza francoalemana, no, desde luego, desde el punto de vista de los estados, pero sí desde las herencias intelectuales.
También ahora en un libro que se llama La Explicación -un debate entre él y Alain Finkielkraut1- dice que él es un viejo patriota francés que piensa que Francia está muerta- es un diagnóstico, ¿no?- aboga porque se unan de nuevo el mundo alemán y el mundo francés. Esto es muy interesante, no habría que entenderlo desde un punto de vista ni nostálgico ni quejoso. Estar afuera de la trilogía de estas lenguas podría ser una gran oportunidad si se acepta que el mundo del filósofo es la verdadera universalidad, pero es sorprendente, ya no la ausencia de autores, sino que las tres lenguas de la filosofía sean el alemán, el inglés y el francés.
Por suerte el psicoanálisis no privilegia lengua alguna, esto quiero decirlo porque es, me parece, una de las grandes diferencias entre el deseo del analista y el deseo del filósofo. Para “el deseo del filósofo” todavía hay tres lenguas que son “las que mejor hablan filosofía”, pero para el deseo del analista es suficiente con que el sujeto hable, sea en la lengua que sea.
Por suerte el psicoanálisis no privilegia lengua alguna, esto quiero decirlo porque es, me parece, una de las grandes diferencias entre el deseo del analista y el deseo del filósofo. Para “el deseo del filósofo” todavía hay tres lenguas que son “las que mejor hablan filosofía”, pero para el deseo del analista es suficiente con que el sujeto hable, sea en la lengua que sea.
Así que organiza a partir de ahí una gran crítica a la corriente hermenéutica de raíz alemana, a la corriente anglosajona de la lógica analítica y a la corriente posmoderna. Las tres, según Badiou, han relativizado el campo de la verdad. Yo no coincido en que, por ejemplo, Heidegger haya relativizado la verdad, pero no es lo que estamos discutiendo aquí. Y, sobre todo, las tres están extraviadas porque piensan que el lenguaje es el sitio crucial del pensamiento. Pero ahí se extravía él mismo, en dos páginas donde tropieza al proponer que la filosofía tiene que ir a las cosas y no al lenguaje, en una concepción del lenguaje diferente a la corriente hermenéutica, la corriente analítica anglosajona y la corriente posmoderna, aunque posteriormente reconoce que no hay otro lugar para el pensamiento que el lenguaje. No cae en el idealismo de creer que hay pensamiento previo al lenguaje, así que afirma que es en el lenguaje en donde el pensamiento está en su elemento natural. Él, que ha dicho que los cuatro procedimientos de la filosofía son el matema, el poema, la invención política y la invención amorosa, no puede venir a decirnos ahora, como lo hace, que la filosofía tiene que ir a las cosas y no al lenguaje. Quien va a las cosas es el mercado. Así que, en todo caso, será otro modo de concebir el lenguaje. Y ahí sí, él mismo tambalea.
Pero a lo que voy es que dice que este deseo del filósofo se tiene que trasuntar en lo siguiente, y aquí para mí se proyecta con mucha fuerza el nombre de Lacan, el filósofo va a mostrar su deseo si dice algo sobre el sujeto y tiene que ser algo distinto de lo que han dicho Descartes, Kant y Hegel. Para mí el que ha dicho algo distinto sobre el sujeto que no habían dicho ni Descartes, ni Kant, ni Hegel, es Lacan. Él tendría que demostrar que puede decir algo sobre el sujeto que no ha dicho Lacan y como es un tipo realmente muy honesto, va a por esto.
Si tomamos el capítulo del pensamiento francés, magnífico capítulo porque elabora una cartografía perfecta, comienza diciendo lo más obvio: que el pensamiento francés no fue otra cosa que una reapropiación del pensamiento alemán, que está el Nietzsche de Deleuze, el Hegel de Kojève, el Freud de Lacan. Badiou afirma que la filosofía francesa tuvo un gran momento de aventura que fue la reformulación de manera radical de todo el pensamiento alemán. Una reformulación que llevó a conectar definitivamente algo que no era evidente en el pensamiento alemán, que era precisamente la relación entre el concepto y el sujeto. El hilo común de todos los pensadores franceses fue finalmente apostar en el sentido pascaliano, por intentar una articulación entre el concepto y el sujeto. Y aquí Badiou sí reconoce que el elemento más definitorio del itinerario intelectual francés, que va desde la Segunda Guerra con Sartre hasta a él mismo, porque él mismo tiene el valor de inscribirse en la serie y lo merece, una serie que comenzó con El Ser y la nada y que termina con Badiou, ha sido una permanente tensión, una permanente batalla con el psicoanálisis, la verdad que celebro que Badiou reconozca esto.
Él mismo empieza a enumerar las cuestiones: Bachelard terminó escribiendo Psicoanálisis del fuegoEl ser y la nada terminó desembocando en un proyecto de fundar un psicoanálisis existencial, por supuesto Deleuze y Guatari con el Esquizoanálisis y el Antiedipo2
. Podríamos inscribirlo a él en la serie, siendo ésta mi hipótesis de lectura del libro. Pienso que esta reformulación de la filosofía, este acto a través del cual irrumpe Badiou en la escena filosófica, con un deseo que tiene que sustraerse de las tres corrientes modernas de toda la geografía de la filosofía, porque él muestra la secuencia geográfica y una vez que ha hecho la operación con la corriente hermenéutica, con la corriente analítica y con la posmoderna, hace esa misma operación con todas las tradiciones francesas, entonces, podríamos preguntarnos: ¿dónde está el locus nuevo de la filosofía?
Después de leer a Badiou, y deseo que esto no se considere como una crítica, pienso que el lugar que ve para la filosofía, aunque él explícitamente no lo formule así, es tal como lo dice, “hacer lo mismo que el psicoanálisis pero mejor que el psicoanálisis”. Lo dice de la siguiente manera “cuando uno rivaliza con un discurso porque tiene muchas afinidades, las cosas se ponen muy complicadas”. Me gusta su gran honestidad, quizás si hubiese conocido la experiencia analítica, alguno de los temas que trata los hubiera captado con otro alcance.
¿Desde dónde se renueva, para mi, según Badiou la filosofía?: tratando de obtener una especie de psicoanálisis sin psicoanálisis. Es decir, es el intento último de realizar una gran operación con Lacan sin realizar la experiencia analítica, y al no tener el problema de la experiencia analítica, incluso el obstáculo de la experiencia analítica, al no tener el impasse al que la propia experiencia analítica lleva, hay una gran capacidad para construir con Lacan conceptualmente muchas cosas.
Si es cierto que la filosofía no ha culminado, como dice Badiou, y que no se puede rendir a ser mera historia de las ideas, pienso, con todo el respeto que le tengo a la filosofía de Badiou en su complejidad, que su intento es un nuevo lugar en donde se realiza una suerte de psicoanálisis sin psicoanálisis.


EL AUTOR
Jorge Alemán. A.M.E., Psicoanalista en Madrid,
iembro de la ELP y la AMP.
Campo Freudiano-NUCEP, Madrid.


Referencias
1 L’Explication, conversation avec Aude Lancelin, avec Alain Finkielkraut, Nouvelles Éditions Lignes, 2010.
2 Deleuze, G. y Guattari, F., El Anti-Edipo, Barcelona, Paidós, 1985.

domingo, 1 de julio de 2018

DIARIO DE UNA CHICA ADOLESCENTE

Fundó las bases para el psicoanálisis de niños y en 1913 ingresó como miembro a la Asociación Psicoanalítica de Viena. Hermine von Hug-Hellmuth fue autora de una buena cantidad de artículos y libros y contó con la admiración y la confianza de Freud. A él le llevó un texto que supuestamente le habían acercado, llamado Diario de una chica adolescente, texto que Freud consideró una “pequeña joya”. Fue publicado en 1919 y Hug-Hellmuth se presentó como “la editora”. Hubo quienes creyeron que la adolescente era ella. O que lo había escrito de adulta. La controversia por la autoría resultó eclipsada por un escándalo mayor: Hug-Hellmuth fue asesinada por su sobrino, un joven de quien usó sueños y experiencias en sus textos. En aquellos años el psicoanálisis tenía muchísimos detractores y el nombre y la vida de esta pionera trataron de ocultarse. Así y todo, el Diario... terminó por vencer al tiempo y ahora por fin se traduce al castellano: por estos días lo distribuye Paidós, con traducción y nota introductoria (que aquí reproducimos) de Salvador Biedma y prólogo de Sarah Cohen.



por Salvador Biedma 
Podríamos decir que este libro es, al mismo tiempo, dos libros. Por un lado está el texto en sí, el diario de una chica en Viena fines del siglo XIX o principios del siglo XX, en una época y un lugar que resultaron cruciales para la historia del pensamiento de Occidente, con pasajes de indudable belleza y con la exposición desnuda de deseos, temores, celos y desencantos. Por otro lado está la historia que rodea al texto, vinculada íntimamente a los inicios del psicoanálisis y que termina en un caso policial.
El inglés Cyril Burt fue uno de los que acusaron a Hug-Hellmuth de haber escrito este libro ya adulta, a partir de recuerdos de su infancia (llamativamente, mucho después se encontraron pruebas de que Burt había falsificado datos en sus investigaciones). La psicoanalista siempre negó cualquier versión en ese sentido.En este sentido se suma el debate sobre la autoría del diario. Hermine von Hug-Hellmuth fue una pionera en muchos aspectos. Se presenta en el prólogo de este libro como “la editora” a quien le entregaron el texto y aclara que ha introducido modificaciones para preservar la identidad de quien lo escribió. Poco después de que se publicara –en 1919, con éxito– surgieron dudas sobre la autenticidad del diario.
Muchos datos de su biografía coinciden con lo que se lee en el diario: aprietos económicos que no se condicen con un origen noble, la muerte de la madre luego de una larga enfermedad, el padre militar, la educación católica, el complejo vínculo con la hermana... Si bien otros datos no concuerdan (Grete tiene un hermano varón, por ejemplo), sería en verdad sorprendente que Hug-Hellmuth y la autora del diario hayan vivido situaciones tan similares.
Hoy muchos aseguran que quien escribió el texto fue ella misma. Élisabeth Roudinesco y Michel Plon, por ejemplo, lo afirman sin plantear ninguna duda en su Diccionario de psicoanálisis. De ser así, podría tratarse de su propio diario de la adolescencia (acaso con agregados) o de un texto escrito en la adultez a partir de sus recuerdos, lo cual hubiese requerido un arduo trabajo literario para lograr verosimilitud. Resulta aventurado dar por cierta cualquiera de las teorías, más aún cuando muchos datos sobre la vida de “la editora” no son claros, las fuentes se contradicen y hasta fuerzan hechos para solventar alguna de las hipótesis.
En cualquier caso, si Hug-Hellmuth mintió en cuanto a su autoría, eso no invalida el valor del texto ni su significación para la bibliografía psicoanalítica. De hecho, parece insólito que no se hubiese traducido hasta ahora al castellano un libro que Freud recomendó en varias ocasiones y que consideraba “una pequeña joya” capaz de mostrar claramente “las agitaciones del alma” en la adolescencia.
Claro que el escándalo que se generó cuando la psicoanalistafue asesinada, en 1924 (todavía se intentaba controlar al máximo todo lo asociado al incipiente psicoanálisis), ayudó a que el nombre de Hug-Hellmuth quedase en la oscuridad. El propio Freud, se dice, mandó a retirar de circulación en 1927 este Diario de una chica adolescente.
Hermine von Hug-Hellmuth nació en agosto de 1871 en Viena. Su padre era un militar de origen noble y llegó a ocupar un cargo importante en el Ministerio de Guerra del Imperio Austrohúngaro. Su madre, que contaba con una valiosa formación cultural, murió de tuberculosis, tras un largo padecimiento, cuando Hermine tenía doce años. Desde comienzos de la década de 1870, la familia vivió apuros económicos.
Hugo y Ludovika, los padres de Hermine, se casaron en 1869. Cinco años antes, él había tenido una hija “ilegítima”: Antonia; según las convenciones militares y sociales de la época, él no debía casarse con la madre, de origen humilde. Con Ludovika decidieron hacerse cargo de Antonia y falsearon, al parecer, la fecha de nacimiento para inscribirla de un modo más sencillo.
Mientras trabajaba como docente, Hug-Hellmuth se contó entre las primeras mujeres que cursaron en la Universidad de Viena como estudiantes regulares; se graduó en Filosofía en 1909. Isidor Sadger, perteneciente al círculo de Freud, se transformó en su analista luego de tratarla como médico.
En 1911, ella escribió su primer trabajo psicoanalítico: “Análisis del sueño de un chico de cinco años y medio”. Quien le proveyó el material, el sueño, fue su sobrino Rolf, hijo “ilegítimo” de Antonia con un hombre casado (“tía Hermine”, dice el chico en el texto). A lo largo de su vida, Hug-Hellmuth publicaría una importante cantidad de artículos y dos libros: De la vida psíquica del niño y Nuevos caminos para la comprensión de la juventud.
Por intermedio de Sadger, entró en contacto con los miembros de la Asociación Psicoanalítica de Viena y en 1913 la aceptaron como miembro de la entidad. Estuvo no sólo entre las primeras mujeres, sino también entre los primeros integrantes no judíos de ese círculo. En general, se la ha descripto como alguien muy tímida.
Si bien –lógicamente– su labor recibió críticas, fundó las bases para el psicoanálisis de chicos, sobre las cuales trabajarían luego Melanie Klein y Anna Freud. El padre de Anna veía con buenos ojos a Hug-Hellmuth, tanto que la puso alfrente de una sección de psicoanálisis infantil en la revista Imago. En una carta a Karl Abraham de 1914, Sigmund Freud escribía sobre su nieto mayor: “La crianza estricta de una madre inteligente, ilustrada por Hug-Hellmuth, le ha hecho muy bien”. También citó a la psicoanalista en varias de sus obras.
Antonia Hug, la hermana de Hermine, murió en 1915 luego de padecer durante dos años los síntomas de la tuberculosis. Rudolf (o Rolf), su hijo, nacido en 1906, vivió a partir de entonces con diversas familias, tuvo distintos tutores y pasó también por varios internados para tratar sus problemas de conducta.
En septiembre de 1924, encontraron a Hug-Hellmuth muerta en su departamento. La había asesinado su sobrino. Según Rolf, él quería robarle, pero ella lo descubrió y él la mató sin intención cuando pretendía hacerla callar. Esto generó un nuevo escándalo en el ámbito psicoanalítico. Hubo quienes aprovecharon la conmoción para desautorizarla, remarcando que había usado para su trabajo experiencias del sobrino y que, según ciertas fuentes, también lo había analizado.
Rolf fue condenado a la cárcel y, cuando salió, le exigió a la Sociedad Psicoanalítica de Viena un resarcimiento económico por haberle provisto material de estudio a su tía. Le ofrecieron un tratamiento con Helene Deutsch. Él aceptó, pero nunca concurrió a una sesión con ella; sí la persiguió y la acosó en la vía pública. Deutsch, por su parte, siempre afirmó que creía en la palabra de Hug-Hellmuth sobre el Diario de una chica adolescente: “Sólo una muchacha pudo vivir las experiencias detalladas ahí y escribirlas de ese modo”.
El texto en sí expone con acciones y testimonios concretos mucho de lo que Freud venía teorizando; sobre todo, con respecto al descubrimiento de la sexualidad en la adolescencia. Aparecen insistentes fantasías y miedos sobre la menstruación, el matrimonio, las relaciones sexuales. Se desnuda la ansiedad por entender el mundo carnal de los adultos, se repite el deseo de conocer “todo” en ese sentido. También se relatan varias escenas edípicas, que llegan a su punto máximo cuando, tiempo después de la muerte de su madre, Grete plantea muy racionalmente la conveniencia del matrimonio entre un padre y su hija.
Resulta notoria la fascinación por algunas figuras, desde la profesora Malburg o Mallburg (aparece escrito de los dos modos) hasta los varones con los que coquetea, de su edad o más grandes, y con los que termina decepcionada por un motivo u otro. Idealiza a estas figuras por completo, las llama “Hada de Oro”, “Dios del Sol”, “heroico Siegfried”. Todo se vive con exageración juvenil, con la intensidad de un descubrimiento.
El cambiante y difícil vínculo con su hermana Dora, las quejas ante lo que le permiten hacer a su hermano Oswald porque es varón, su propio lugar como “favorita” del padre (Dora es la “favorita” de la madre) y de ciertos profesores, la desesperación por no ser considerada ya una nena, los conflictos escolares, los secretos con su amiga Hella, las inquietudes por la enfermedad de su madre o los primeros acercamientos amorosos se mezclan con el antisemitismo, la xenofobia, el clasismo, el valor otorgado a un título de nobleza o a un uniforme militar.
De un modo que puede parecer frívolo (por ejemplo, cuando trata de establecer con Hella el saludo heil, instituido por Georg von Schönerer, líder del nacionalismo alemán en Austria, considerado un predecesor directo de Hitler), Grete muestra muchos de los conflictos de la sociedad vienesa entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Un tiempo y un espacio bien acotados, en los que pudieron verse transformaciones que en otras partes de Europa requirieron un período mucho más extenso.
Hay que pensar que la ciudad pasó de tener alrededor de novecientos mil habitantes en 1870 a más de dos millones en 1915. Ahí llegaron a convivir Freud y Hitler y produjeron buena parte de su obra figuras como el arquitecto Adolf Loos, el músico Arnold Schönberg, el pintor Gustav Klimt o su discípulo Egon Schiele. En el año 1900, el brillante Arthur Schnitzler se burlaba con la novela El teniente Gustl de lo extemporáneo de ciertas convenciones de esa sociedad y de la militarización que se vivía, cosa que también se advierte en este diario. Como plantea Carl E. Schorske en La Viena de fin de siglo, la “élite cultural” de la ciudad tenía un aire provinciano a la vez que cosmopolita y combinaba posturas conservadoras con planteos de avanzada.
Desde esta perspectiva, el Diario de una chica adolescente adquiere el valor de un testimonio histórico en el que cabe leer el cambio de época y los orígenes de dos movimientos que marcarían a fuego la historia de Occidente: el psicoanálisis y el nazismo.
Foto grupal de los participantes al Congreso Internacional de La Haya, donde Hermine von Hug-Hellmuth presentó su paper “Sobre la técnica de análisis con niños”

sábado, 24 de febrero de 2018

Freud y Lacan: cuéntenme sus vidas

La biógrafa del psicoanálisis escribió un libro para explicar el inconsciente a los chicos
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por Alejandro Dagfal
Elisabeth Roudinesco vuelve a Buenos Aires después de 13 años. Historiadora del psicoanálisis, alumna de Lacan y de Deleuze, amiga de Althusser y Derrida, es una referencia ineludible para psicoanalistas e investigadores de la herencia freudiana en el mundo entero. Desde París conversa por teléfono sobre su exquisita formación y su influyente obra, traducida a más de 25 idiomas. Ahora llega con un pequeño libro bajo el brazo (El inconciente explicado a mi nieto), además de otro aún inédito: Diccionario amoroso del psicoanálisis. Viene a inaugurar el Centro Argentino de Historia del Psicoanálisis, la Psicología y la Psiquiatría de la Biblioteca Nacional, invitada por este Centro, el Instituto Francés y el grupo editorial Penguin Random House.
–Usted escribió sobre las perversiones, los grandes filósofos franceses del siglo XX, la “cuestión judía” y la actualidad del psicoanálisis. Ahora publica un libro de divulgación dedicado a los niños. ¿Qué la llevó a semejante cambio?
–Se trata de una colección muy particular, en la que se solicita a autores reconocidos que escriban para niños de 12 a 15 años. En esa colección hay libros que se plantean “cómo explicar el racismo a mi hija” o “cómo explicar el universo a mis nietos”. Yo elegí El inconsciente explicado a mi nieto (Libros del Zorzal). No fue fácil, porque el inconsciente es un concepto no tan fácilmente accesible. Aunque no se tratara de un tema “popular”, me parecía importante para el campo del psicoanálisis. Ahora bien, ¿cómo hacer para ilustrar ese concepto para chicos? Entrevisté a niños y niñas de 8 a 15 años, a quienes el libro está dedicado. Y la pregunta que les hice era “¿Qué es el inconsciente para vos?”. Los que tenían menos de diez años respondían: “Es cuando uno está loco”. Consideraban el inconsciente en el sentido de alguien que no tiene conciencia. Sin embargo, a partir de los 12 o 13 años, había un cambio. Y la respuesta era más bien: “Es lo que está escondido en mí”. ¡Es asombroso! Utilicé montones de ejemplos (como el de la parte sumergida del iceberg). También hay un capítulo sobre el sueño, obviamente. Y otro sobre el sexo (con ejemplos extraídos de historietas). Me divertí mucho haciendo ese libro.
–En París está por publicarse el Diccionario amoroso del psicoanálisis. ¿De qué se trata?
–También se incluye en una colección muy prestigiosa. Y me gustó mucho prestarme al juego que me propusieron (hay muchos otros “diccionarios amorosos”, de la arquitectura, del teatro). Como yo ya había escrito un diccionario “científico” del psicoanálisis (con Michel Plon, Paidós, 1999), tenía que hacer más bien un “contradiccionario”. Pero aquí no hay definiciones, conceptos ni países. El punto de partida fueron mis viajes, mis viajes “amorosos”. Como el psicoanálisis es un fenómeno urbano, hablé de mis viajes por las ciudades, contando cómo el psicoanálisis se había implantado en cada una de ellas. Es una suerte de paseo, pero totalmente arbitrario. Elegí temas (“amor”, “animales”, “ciudades”) y muchos títulos de novelas (porque muestran cómo el psicoanálisis penetró el mundo literario). Hay una entrada llamada “espejo”, en la que hablo de Lacan pero lo mezclo con Lewis Carroll. También hay otra sobre “La carta robada”, en la que narro la historia de las múltiples interpretaciones de ese cuento de Edgar Allan Poe. Pero no me sitúo en la perspectiva del autor, sino en la del detective. De modo que comparo a Auguste Dupin con Sherlock Holmes. Hice toda una lista con los apócrifos que erróneamente se atribuyen a Freud. Como el psicoanálisis es una de las disciplinas más injuriadas en el mundo, escribí una gran entrada sobre la “injuria”. Asimismo, hice otras improbables, inesperadas: Philip Roth, Italo Svevo, Marilyn Monroe pero no hay una entrada sobre Jung. Sólo lo abordé por su papel en Un método peligroso, la película de David Cronenberg. Es decir que, en el índice, van a encontrar a todos los protagonistas de la historia del psicoanálisis, pero desplazados; fuera de sus lugares habituales. En total, hay 89 entradas, que escribí con mucho placer. Es un recorrido literario sobre los lugares, las novelas, los mitos del psicoanálisis. Por supuesto, hay una dedicada a Buenos Aires…
–¿Qué representa Lacan para usted en la actualidad?
–Lo que queda en mí de Lacan son sus destellos absolutamente geniales. Algunos textos muy importantes, transgresiones extraordinarias, la capacidad de repensar el modelo freudiano en su conjunto a partir de la lingüística y la filosofía. Puedo decir incluso que hoy no estaría acá si no fuera por Lacan. Sin él, yo, hija de una psicoanalista, no me habría interesado en el psicoanálisis. Mi generación –la del 68–, de no haber sido por Lacan, habría seguido creyendo que el psicoanálisis era algo arcaico, un asunto de viejos médicos notables. Sin embargo, en los años 70, Lacan dio un impulso extraordinario a la reflexión intelectual sobre el psicoanálisis. ¡Mi deuda con él es enorme! El Lacan surrealista, el transgresor, el que supo situar el deseo, el del final, dedicado a los nudos borromeos… Su relectura de Antígona fue una verdadera obra maestra. Su reflexión sobre el amor místico, una muestra de profundidad y de talento. Lo que me parece trágico, sin embargo, es la herencia. Cuanto más fuerte es una teoría –y es el caso de la teoría de Lacan–, más se presta al dogmatismo. La herencia no se hizo efectiva. En todo caso, en Francia, la mayor parte de los lacanianos no logran repensar ese maravilloso legado intelectual y clínico. Les cuesta reflexionar sobre su situación actual, más allá del padre.
–¿Por qué escribió la biografía de Freud después de la de Lacan? ¿Por qué ir más allá de Francia?
–También se me impuso, pero de otra forma. Con Lacan, al principio, no tenía archivos, mientras que en el caso de Freud fue exactamente lo contrario. Había muchos archivos que ya habían sido utilizados y varias biografías, de tal suerte que el problema no se planteaba de la misma manera. Todo biógrafo, todo historiador debe saber perfectamente si es el primero que elabora una biografía o si es el último entre varios. En el segundo caso (que era el mío) está obligado a adoptar otra perspectiva. Por eso, Sigmund Freud: en su tiempo y en el nuestro (Debate) terminó siendo mi propia visión sobre Freud. De alguna manera, Peter Gay (1988) hizo de Freud un gran sabio racionalista inglés. Ya Ernest Jones había redactado la primera gran biografía, en tres tomos (1953/1957), con una enorme cantidad de fuentes. También estaba Frank Sulloway, que había considerado a Freud un “biólogo de la mente” (1979). Y, naturalmente, Henri Ellenberger (1970), que le había dedicado muchas páginas. Entonces, se me ocurrió usar todos los trabajos existentes sobre Viena para construir un Freud verdaderamente vienés, pero retomando la totalidad de su vida. En Francia, los analistas de la IPA (no creo que sea así en Argentina) tienden a vincular a Freud con las neurociencias y no con la cultura. Yo traté de hacer lo opuesto, mostrando cómo había abandonado la neurología para convertirse en un pensador universal de la cultura. Lo cual no excluye el aspecto clínico de su obra, por supuesto. En suma, mi libro sobre Lacan fue mucho más simple, porque yo era la primera. Con Freud fue más complicado, porque había que cuidarse de repetir lo ya dicho.
–Hablemos de usted. ¿Cómo fue su formación intelectual y política de fines de los 60 a principios de los 70?
–Estudié letras en la Sorbona, antes de mayo del 68. En un marco muy clásico y formal, estudiaba gramática y filología. Dicho esto, no fue en la universidad donde me formé en literatura, en historia y en teoría interpretativa, sino leyendo la revista Les Cahiers du Cinéma y yendo a la Cinemateca. Seguíamos a Hitchcock, Howard Hawks, Fritz Lang; a Renoir, Rossellini, Visconti. Además, más allá de las aulas oscuras de la Sorbona, rápidamente descubrí textos que me iban a acompañar en el futuro: La revolución teórica de Marx, de Louis Althusser (1965), Tristes trópicos, de Claude Lévi-Strauss (1955), Sobre Racine, de Roland Barthes (1963) y Las palabras y las cosas, de Michel Foucault (1966). ¡Era muy estructuralista! Pero todo eso, en la Sorbona, estaba casi prohibido. En esa época también descubrí los Escritos de Lacan (1966), un hombre que conocía desde mi infancia, a través de mi madre, Jenny Aubry, que era psicoanalista. Gracias a mi formación, los textos de Lacan me resultaban accesibles. ¡Pero no había leído ni una página de Freud! Mi madre me impulsó a hacerlo. Ella también me ayudó a entender el nexo entre ese pensador genial que comentaba finamente la lingüística saussureana, el personaje extravagante con el que me había encontrado varias veces, y la experiencia clínica que el psicoanálisis implicaba. Más tarde, en cierto modo, me iba a tener que “deslacanizar” un poco para leer mejor a Freud. Después de obtener mi diploma en lingüística, en 1969 me inscribí en la universidad de Vincennes (que luego de la reforma de 1970 iba a llamarse París VIII). Para mi sorpresa, en ese campus provisorio y caótico, lo que a mí me gustaba leer coincidía con la enseñanza que recibía. ¡Era una situación excepcional! Había una gran efervescencia intelectual… Los estudiantes teníamos la impresión de asistir a la elaboración de un pensamiento vivo, a la “cocina” de libros por venir. Allí fui alumna de Michel de Certeau y de Gilles Deleuze. Hice la maestría con Tzvetan Todorov y luego terminé el doctorado en letras en 1975.
–Después de su monumental Historia del psicoanálisis en Francia escribió Lacan, tan polémico como exitoso…
–Era evidente que había que volver a Lacan. En el último volumen de mi Historia, yo lo había situado en el contexto de la historia del movimiento. Me di cuenta de que entonces había que hacer el trabajo inverso. Es decir, había que “extirpar” a Lacan de la historia del psicoanálisis en Francia para hacer un libro aparte. Mi problema con ese trabajo, que no es polémico en sí, es que la familia (Judith, la hija menor de Lacan, y su marido, Jacques-Alain Miller, el responsable legal de los derechos morales) no quería que lo hiciera en absoluto. Tampoco tenían archivos (y si los tenían, no me los quisieron dar). De modo que me vi obligada a buscar por el lado del hermano de Lacan, que aún vivía, de los hijos del primer matrimonio y de todos los que lo habían conocido. Puede decirse que para esta primera “biografía” de Lacan tuve que constituir mi propio archivo casi de la nada. En cuanto a las polémicas, siempre se produjeron con los psicoanalistas. Los lacanianos y los antilacanianos se unieron en mi contra. Cuando uno hace historia, nadie queda satisfecho.
–¿Qué efecto tuvo para usted Gilles Deleuze?
–¡Me encantaba Deleuze! Fui a su seminario por tres años. Fue quien, ya en los 70, me permitió deconstruir a Lacan (al igual que Derrida después). Para mí fue una etapa capital. El curso de Deleuze, junto con el de De Certeau, eran una forma de desdogmatizarme del lacanismo. Deleuze era fascinante, gran profesor. Aunque debo decir que Lacan entendía mejor la locura del mundo. Fue el mejor clínico de las psicosis.
–Usted fue miembro de la Escuela Freudiana de París, fundada por Lacan en 1964…
–Sí, entre 1969 y su disolución, en 1980. Paralelamente, empecé a asistir al seminario de Lacan. Entré a la Escuela en un momento en el que creía que todavía encarnaba la “subversión freudiana”. También me hice miembro del Partido Comunista en 1971, en un período muy particular, de desestalinización y de alianza con el Partido Socialista. En esa época, el PC se abría al mismo tiempo al estructuralismo (a Lévi-Strauss, pero no a Foucault) y a Derrida. Además, estaba Althusser, de quien me hice amiga, que daba un nuevo impulso a la renovación del partido y del freudismo. Lamentablemente, ambas instituciones entraron en crisis muy rápidamente. Por un lado, el fracaso del althusserismo y la ruptura de la unión de la izquierda hicieron que abandonase el PC en 1979. Por otra parte, en la Escuela Freudiana, en 1976 hubo una crisis por “el pase” (método para determinar el fin de un análisis), en un momento en el que la salud de Lacan empezaba a deteriorarse, y en el que muchos caían en la adoración de un ídolo cuyas enseñanzas repetían como un catecismo. Fue allí cuando mi voluntad de comprender lo que estaba pasando se transformó en deseo de interrogar la historia. Me pareció que el estudio de las condiciones de la implantación del freudismo en Francia podía, en cierto modo, esclarecer la situación actual.
Alejandro Dagfal es director del Centro Argentino de Historia del Psicoanálisis, la Psicología y la Psiquiatría (Biblioteca Nacional).