La biógrafa del psicoanálisis escribió un libro para explicar el inconsciente a los chicos
por Alejandro Dagfal
Elisabeth Roudinesco vuelve a Buenos Aires después de 13 años. Historiadora del psicoanálisis, alumna de Lacan y de Deleuze, amiga de Althusser y Derrida, es una referencia ineludible para psicoanalistas e investigadores de la herencia freudiana en el mundo entero. Desde París conversa por teléfono sobre su exquisita formación y su influyente obra, traducida a más de 25 idiomas. Ahora llega con un pequeño libro bajo el brazo (El inconciente explicado a mi nieto), además de otro aún inédito: Diccionario amoroso del psicoanálisis. Viene a inaugurar el Centro Argentino de Historia del Psicoanálisis, la Psicología y la Psiquiatría de la Biblioteca Nacional, invitada por este Centro, el Instituto Francés y el grupo editorial Penguin Random House.
–Usted escribió sobre las perversiones, los grandes filósofos franceses del siglo XX, la “cuestión judía” y la actualidad del psicoanálisis. Ahora publica un libro de divulgación dedicado a los niños. ¿Qué la llevó a semejante cambio?
–Se trata de una colección muy particular, en la que se solicita a autores reconocidos que escriban para niños de 12 a 15 años. En esa colección hay libros que se plantean “cómo explicar el racismo a mi hija” o “cómo explicar el universo a mis nietos”. Yo elegí El inconsciente explicado a mi nieto (Libros del Zorzal). No fue fácil, porque el inconsciente es un concepto no tan fácilmente accesible. Aunque no se tratara de un tema “popular”, me parecía importante para el campo del psicoanálisis. Ahora bien, ¿cómo hacer para ilustrar ese concepto para chicos? Entrevisté a niños y niñas de 8 a 15 años, a quienes el libro está dedicado. Y la pregunta que les hice era “¿Qué es el inconsciente para vos?”. Los que tenían menos de diez años respondían: “Es cuando uno está loco”. Consideraban el inconsciente en el sentido de alguien que no tiene conciencia. Sin embargo, a partir de los 12 o 13 años, había un cambio. Y la respuesta era más bien: “Es lo que está escondido en mí”. ¡Es asombroso! Utilicé montones de ejemplos (como el de la parte sumergida del iceberg). También hay un capítulo sobre el sueño, obviamente. Y otro sobre el sexo (con ejemplos extraídos de historietas). Me divertí mucho haciendo ese libro.
–En París está por publicarse el Diccionario amoroso del psicoanálisis. ¿De qué se trata?
–También se incluye en una colección muy prestigiosa. Y me gustó mucho prestarme al juego que me propusieron (hay muchos otros “diccionarios amorosos”, de la arquitectura, del teatro). Como yo ya había escrito un diccionario “científico” del psicoanálisis (con Michel Plon, Paidós, 1999), tenía que hacer más bien un “contradiccionario”. Pero aquí no hay definiciones, conceptos ni países. El punto de partida fueron mis viajes, mis viajes “amorosos”. Como el psicoanálisis es un fenómeno urbano, hablé de mis viajes por las ciudades, contando cómo el psicoanálisis se había implantado en cada una de ellas. Es una suerte de paseo, pero totalmente arbitrario. Elegí temas (“amor”, “animales”, “ciudades”) y muchos títulos de novelas (porque muestran cómo el psicoanálisis penetró el mundo literario). Hay una entrada llamada “espejo”, en la que hablo de Lacan pero lo mezclo con Lewis Carroll. También hay otra sobre “La carta robada”, en la que narro la historia de las múltiples interpretaciones de ese cuento de Edgar Allan Poe. Pero no me sitúo en la perspectiva del autor, sino en la del detective. De modo que comparo a Auguste Dupin con Sherlock Holmes. Hice toda una lista con los apócrifos que erróneamente se atribuyen a Freud. Como el psicoanálisis es una de las disciplinas más injuriadas en el mundo, escribí una gran entrada sobre la “injuria”. Asimismo, hice otras improbables, inesperadas: Philip Roth, Italo Svevo, Marilyn Monroe pero no hay una entrada sobre Jung. Sólo lo abordé por su papel en Un método peligroso, la película de David Cronenberg. Es decir que, en el índice, van a encontrar a todos los protagonistas de la historia del psicoanálisis, pero desplazados; fuera de sus lugares habituales. En total, hay 89 entradas, que escribí con mucho placer. Es un recorrido literario sobre los lugares, las novelas, los mitos del psicoanálisis. Por supuesto, hay una dedicada a Buenos Aires…
–¿Qué representa Lacan para usted en la actualidad?
–Lo que queda en mí de Lacan son sus destellos absolutamente geniales. Algunos textos muy importantes, transgresiones extraordinarias, la capacidad de repensar el modelo freudiano en su conjunto a partir de la lingüística y la filosofía. Puedo decir incluso que hoy no estaría acá si no fuera por Lacan. Sin él, yo, hija de una psicoanalista, no me habría interesado en el psicoanálisis. Mi generación –la del 68–, de no haber sido por Lacan, habría seguido creyendo que el psicoanálisis era algo arcaico, un asunto de viejos médicos notables. Sin embargo, en los años 70, Lacan dio un impulso extraordinario a la reflexión intelectual sobre el psicoanálisis. ¡Mi deuda con él es enorme! El Lacan surrealista, el transgresor, el que supo situar el deseo, el del final, dedicado a los nudos borromeos… Su relectura de Antígona fue una verdadera obra maestra. Su reflexión sobre el amor místico, una muestra de profundidad y de talento. Lo que me parece trágico, sin embargo, es la herencia. Cuanto más fuerte es una teoría –y es el caso de la teoría de Lacan–, más se presta al dogmatismo. La herencia no se hizo efectiva. En todo caso, en Francia, la mayor parte de los lacanianos no logran repensar ese maravilloso legado intelectual y clínico. Les cuesta reflexionar sobre su situación actual, más allá del padre.
–¿Por qué escribió la biografía de Freud después de la de Lacan? ¿Por qué ir más allá de Francia?
–También se me impuso, pero de otra forma. Con Lacan, al principio, no tenía archivos, mientras que en el caso de Freud fue exactamente lo contrario. Había muchos archivos que ya habían sido utilizados y varias biografías, de tal suerte que el problema no se planteaba de la misma manera. Todo biógrafo, todo historiador debe saber perfectamente si es el primero que elabora una biografía o si es el último entre varios. En el segundo caso (que era el mío) está obligado a adoptar otra perspectiva. Por eso, Sigmund Freud: en su tiempo y en el nuestro (Debate) terminó siendo mi propia visión sobre Freud. De alguna manera, Peter Gay (1988) hizo de Freud un gran sabio racionalista inglés. Ya Ernest Jones había redactado la primera gran biografía, en tres tomos (1953/1957), con una enorme cantidad de fuentes. También estaba Frank Sulloway, que había considerado a Freud un “biólogo de la mente” (1979). Y, naturalmente, Henri Ellenberger (1970), que le había dedicado muchas páginas. Entonces, se me ocurrió usar todos los trabajos existentes sobre Viena para construir un Freud verdaderamente vienés, pero retomando la totalidad de su vida. En Francia, los analistas de la IPA (no creo que sea así en Argentina) tienden a vincular a Freud con las neurociencias y no con la cultura. Yo traté de hacer lo opuesto, mostrando cómo había abandonado la neurología para convertirse en un pensador universal de la cultura. Lo cual no excluye el aspecto clínico de su obra, por supuesto. En suma, mi libro sobre Lacan fue mucho más simple, porque yo era la primera. Con Freud fue más complicado, porque había que cuidarse de repetir lo ya dicho.
–Hablemos de usted. ¿Cómo fue su formación intelectual y política de fines de los 60 a principios de los 70?
–Estudié letras en la Sorbona, antes de mayo del 68. En un marco muy clásico y formal, estudiaba gramática y filología. Dicho esto, no fue en la universidad donde me formé en literatura, en historia y en teoría interpretativa, sino leyendo la revista Les Cahiers du Cinéma y yendo a la Cinemateca. Seguíamos a Hitchcock, Howard Hawks, Fritz Lang; a Renoir, Rossellini, Visconti. Además, más allá de las aulas oscuras de la Sorbona, rápidamente descubrí textos que me iban a acompañar en el futuro: La revolución teórica de Marx, de Louis Althusser (1965), Tristes trópicos, de Claude Lévi-Strauss (1955), Sobre Racine, de Roland Barthes (1963) y Las palabras y las cosas, de Michel Foucault (1966). ¡Era muy estructuralista! Pero todo eso, en la Sorbona, estaba casi prohibido. En esa época también descubrí los Escritos de Lacan (1966), un hombre que conocía desde mi infancia, a través de mi madre, Jenny Aubry, que era psicoanalista. Gracias a mi formación, los textos de Lacan me resultaban accesibles. ¡Pero no había leído ni una página de Freud! Mi madre me impulsó a hacerlo. Ella también me ayudó a entender el nexo entre ese pensador genial que comentaba finamente la lingüística saussureana, el personaje extravagante con el que me había encontrado varias veces, y la experiencia clínica que el psicoanálisis implicaba. Más tarde, en cierto modo, me iba a tener que “deslacanizar” un poco para leer mejor a Freud. Después de obtener mi diploma en lingüística, en 1969 me inscribí en la universidad de Vincennes (que luego de la reforma de 1970 iba a llamarse París VIII). Para mi sorpresa, en ese campus provisorio y caótico, lo que a mí me gustaba leer coincidía con la enseñanza que recibía. ¡Era una situación excepcional! Había una gran efervescencia intelectual… Los estudiantes teníamos la impresión de asistir a la elaboración de un pensamiento vivo, a la “cocina” de libros por venir. Allí fui alumna de Michel de Certeau y de Gilles Deleuze. Hice la maestría con Tzvetan Todorov y luego terminé el doctorado en letras en 1975.
–Después de su monumental Historia del psicoanálisis en Francia escribió Lacan, tan polémico como exitoso…
–Era evidente que había que volver a Lacan. En el último volumen de mi Historia, yo lo había situado en el contexto de la historia del movimiento. Me di cuenta de que entonces había que hacer el trabajo inverso. Es decir, había que “extirpar” a Lacan de la historia del psicoanálisis en Francia para hacer un libro aparte. Mi problema con ese trabajo, que no es polémico en sí, es que la familia (Judith, la hija menor de Lacan, y su marido, Jacques-Alain Miller, el responsable legal de los derechos morales) no quería que lo hiciera en absoluto. Tampoco tenían archivos (y si los tenían, no me los quisieron dar). De modo que me vi obligada a buscar por el lado del hermano de Lacan, que aún vivía, de los hijos del primer matrimonio y de todos los que lo habían conocido. Puede decirse que para esta primera “biografía” de Lacan tuve que constituir mi propio archivo casi de la nada. En cuanto a las polémicas, siempre se produjeron con los psicoanalistas. Los lacanianos y los antilacanianos se unieron en mi contra. Cuando uno hace historia, nadie queda satisfecho.
–¿Qué efecto tuvo para usted Gilles Deleuze?
–¡Me encantaba Deleuze! Fui a su seminario por tres años. Fue quien, ya en los 70, me permitió deconstruir a Lacan (al igual que Derrida después). Para mí fue una etapa capital. El curso de Deleuze, junto con el de De Certeau, eran una forma de desdogmatizarme del lacanismo. Deleuze era fascinante, gran profesor. Aunque debo decir que Lacan entendía mejor la locura del mundo. Fue el mejor clínico de las psicosis.
–Usted fue miembro de la Escuela Freudiana de París, fundada por Lacan en 1964…
–Sí, entre 1969 y su disolución, en 1980. Paralelamente, empecé a asistir al seminario de Lacan. Entré a la Escuela en un momento en el que creía que todavía encarnaba la “subversión freudiana”. También me hice miembro del Partido Comunista en 1971, en un período muy particular, de desestalinización y de alianza con el Partido Socialista. En esa época, el PC se abría al mismo tiempo al estructuralismo (a Lévi-Strauss, pero no a Foucault) y a Derrida. Además, estaba Althusser, de quien me hice amiga, que daba un nuevo impulso a la renovación del partido y del freudismo. Lamentablemente, ambas instituciones entraron en crisis muy rápidamente. Por un lado, el fracaso del althusserismo y la ruptura de la unión de la izquierda hicieron que abandonase el PC en 1979. Por otra parte, en la Escuela Freudiana, en 1976 hubo una crisis por “el pase” (método para determinar el fin de un análisis), en un momento en el que la salud de Lacan empezaba a deteriorarse, y en el que muchos caían en la adoración de un ídolo cuyas enseñanzas repetían como un catecismo. Fue allí cuando mi voluntad de comprender lo que estaba pasando se transformó en deseo de interrogar la historia. Me pareció que el estudio de las condiciones de la implantación del freudismo en Francia podía, en cierto modo, esclarecer la situación actual.
Alejandro Dagfal es director del Centro Argentino de Historia del Psicoanálisis, la Psicología y la Psiquiatría (Biblioteca Nacional).
No hay comentarios:
Publicar un comentario