El duro deseo de durar
¿Cómo puede ser que una
noción tan de alta filosofía como “ser–para–la–muerte” esté presente en los padecimientos cotidianos? Una respuesta se halla en esta minuciosa recopilación de textos de Lacan. Son un poco oscuros: casi tanto como los padecimientos cotidianos. |
Por
Jacques Lacan *
El amo –digámoslo– está en una relación
mucho más abrupta con la muerte. El amo en estado puro está
en una posición desesperada: nada tiene que esperar sino su propia
muerte, pues nada puede esperar de la muerte del esclavo, excepto ciertos
inconvenientes. En cambio, el esclavo tiene mucho que esperar de la muerte
del amo. Más allá de la muerte del amo, será preciso
que afronte la muerte como todo ser plenamente realizado, y que asuma,
en el sentido heideggeriano, su ser–para–la–muerte. Precisamente,
el obsesivo no asume su ser–para–la–muerte, está
en suspenso. Esto es lo que hay que mostrarle. Esta es la función
de la imagen del amo como tal. (Seminario 1, “Los escritos técnicos
de Freud”. Clase del 7 de julio de 1954. Editado en castellano por
Paidós.)
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Cuando les digo que el deseo del hombre es el deseo del Otro, surge en
mi mente algo que canta Paul Eluard como el duro deseo de durar. No es
otra cosa sino el deseo de desear. Para el hombre del común, en
la medida en que el duelo del Edipo está en el origen del superyó,
el doble límite, de la muerte real arriesgada a la muerte preferida,
asumida, al ser–para-la–muerte, sólo se le presenta bajo
un velo. Ese velo se llama en (el psicoanalista Ernest) Jones el odio.
Pueden captar aquí por qué en la ambivalencia del amor y
del odio todo autor psicoanalítico consciente, si puedo decirlo,
sitúa el término último de la realidad psíquica
con la que nos enfrentamos. (Seminario 7, “La ética del psicoanálisis”.
Clase del 29 de junio de 1960. Editado en castellano por Paidós.)
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Estas pamplinas nada son para el héroe, para quien efectivamente
avanzó en esta zona, para Edipo que llega hasta el mè phúnai
(no ser, no haber nacido) del verdadero ser–para–la–muerte,
hasta su maldición consentida, hasta los esponsales con el anonadamiento,
considerado como el término de su anhelo. No hay aquí otra
cosa más que la verdadera e invisible desaparición que es
la suya. La entrada en esa zona está constituida para él
por la renuncia a los bienes y al poder en los que consiste la punición,
que no es tal. Si se arranca al mundo por el acto que consiste en enceguecerse,
es porque sólo quien escape a las apariencias puede llegar a la
verdad. Los antiguos lo sabían; el gran Homero era ciego, Tiresias
también. (Seminario 7. Clase del 29 de junio de 1960. Editado en
castellano por Paidós.)
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Digamos, en una primera aproximación, que la relación de
la acción con el deseo que la habita en la dimensión trágica
se ejerce en el sentido de un triunfo de la muerte. Les enseñé
a rectificar, triunfo del ser–para-la–muerte, formulado en el
mè phúnai de Edipo, donde figura ese mè, la negación
idéntica a la entrada del sujeto sobre el soporte del significante.
Es el carácter fundamental de toda acción trágica.
(Seminario 7. Clase del 6 de julio de 1960. Editado en castellano por
Paidós.)
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De todos modos algo ocurre –dígase lo que se diga–,
algo diferente a la ola de una moda pasa en la fórmula de Heidegger,
que nos recuerda el fundamento existencial del ser–para–la–muerte.
Esto no es un fenómeno contingente, cualesquiera fueran las causas,
las correlaciones, inclusive su alcance, en lo que se puede llamar la
profanación de los grandes fantasmas forjados para el deseo por
el modo de pensamiento religioso. En ese modo de pensamiento está
lo que nos dejará a descubierto, inermes, suscitando ese hueco,
ese vacío al que se esfuerza por responder esta meditación
filosófica moderna y a la cual nuestra experiencia tiene también
algo que aportar, ya que allí está su lugar. (Seminario
9, “La identificación”. Clase del 22 de noviembre de
1961.)
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Ese objeto sostiene lo que, en la pulsión, se define y especifica
en cuanto la entrada en juego del significante en la vida del hombre le
permite hacer surgir el sentido del sexo. A saber, que para el hombre,
y porque conoce los significantes, el sexo y sus significaciones siempre
son susceptibles de presentificar la muerte. La distinción entre
pulsión de vida y pulsión de muerte es cierta por cuanto
manifiesta dos aspectos de la pulsión. Pero con la condición
de concebir que todas las pulsiones sexuales se articulan al nivel de
las significaciones en el inconsciente, por cuanto lo que hacen surgir
es la muerte –la muerte como significante y sólo como significante–,
pues, ¿podemos decir que hay un ser–para–la-muerte? ¿En
qué condiciones, en qué determinismo, la muerte, significante,
puede brotar toda armada en la cura? Eso sólo puede comprenderse
en nuestra manera de articular las relaciones. (Seminario 11, “Los
cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”. Clase del
17 de junio de 1964. Editado en castellano por Paidós.)
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Un signo cualquiera, después de todo, puede siempre caer bajo
sospecha de ser un puro signo, es decir obsceno: veinte escenas en Vincennes
(vingt scènes à Vincennes) si oso decir, hacen ejemplo y
no montadas para reír. Morir de vergüenza, acá la degeneración
del significante es segura, segura por ser producida por un fracaso del
significante, o sea el ser–para–la-muerte en cuanto a que concierne
al sujeto –¿y a qué otra cosa podría concernir?–,
este ser–para–la–muerte es la carta de visita por la cual
un significante representa un sujeto para otro significante –ustedes
están empezando a saber eso de memoria, espero–. Esta carta
de visita no llega nunca a buen puerto, por la razón de que, por
llevar la dirección de la muerte, es preciso que esta carta sea
desgarrada. (Seminario 17, “El reverso del psicoanálisis”.
Clase del 17 de junio de 1970. Editado en castellano por Paidós.)
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Decir que este sentido mortal revela en la palabra un centro exterior
al lenguaje es más que una metáfora y manifiesta una estructura.
Esa estructura de la espacialización de la circunferencia o de
la esfera en la que algunos se complacen en esquematizar los límites
de lo vivo y su medio responde más bien a ese grupo relacional
que la lógica simbólica designa topológicamente como
un anillo. De querer dar una representación intuitiva suya, parece
que más que a la superficialidad de una zona, es a la forma tridimensional
de un toro (figura geométrica) a lo que habría que recurrir,
en virtud de que su exterioridad periférica y su exterioridad central
no constituyen sino una única región. Este esquema satisface
la circularidad sin fin del proceso dialéctico que se produce cuando
el sujeto realiza su soledad, ya sea en la ambigüedad vital del deseo
inmediato, ya sea en la plena asunción de su ser–para–la–muerte.
(Escritos 1, “Función y campo de la palabra y del lenguaje
en psicoanálisis”, pág. 308. Editorial Siglo XXI.)
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Pues para el sujeto la realidad de su propia muerte no es ningún
objeto imaginable, y el analista, no más que cualquier otro, nada
puede saber de ella sino que es un ser prometido a la muerte. Entonces,
suponiendo que haya reducido todos los prestigios de su Yo para tener
acceso al ser-para–la–muerte, ningún otro saber, ya sea
inmediato o construido, puede tener su preferencia para que haga de él
un poder, si bien no por ello queda abolido. Puede pues ahora responder
al sujeto desde el lugar en que quiere, pero no quiere ya nada que determine
ese lugar. (Escritos 2, “Variantes de la cura tipo”, pág.
336. Editorial Siglo XXI.)* Citas recopiladas por Nora Trosman en su trabajo “Lacan lector de Heidegger”.
Para leer al gran lector
Por Nora Trosman *
En 1957, ante la pregunta por las razones de su insistencia en la filosofía, Lacan responde que es para beneficiar a los pacientes. No se trata de ser eruditos y mucho menos de “psicoanálisis aplicado”. Martin Heidegger y Jacques Lacan, uno y otro, fueron testigos de una época signada por una deriva general del sentido, de una transición al límite de cualquier significado posible. No es azaroso que uno y otro hayan desmontado los significados cristalizados de la filosofía (como historia de Occidente) y del psicoanálisis (en sus versiones lejanas a la lengua de Freud).
El pensamiento y el decir de Heidegger están presentes de modo eminente en Lacan desde la afirmación en “La instancia de la letra...”: “Cuando hablo de Heidegger, o más bien cuando lo traduzco, me esfuerzo en dejar a la palabra que profiera su significación soberana”. Y años más tarde, cuando en L’Etourdit reconoce “una relación de fraternidad con el decir heideggeriano sobre la alétheia”.
Pensar inicialmente a Freud es requerir el pensar de Heidegger para proponer una conversación con los fundamentos en tanto fundadores. Y si lo inicial es una experiencia de lenguaje, de morada que recoge y liga, de cosa y de sujeto, por todo esto, pero también por pensar el límite y la insuficiencia del lenguaje, Heidegger y Lacan se constituyen en dos experiencias radicales: uno enseñó la potencia y la gravedad del pensamiento, el otro anudó esta experiencia con la del inconsciente.
* Licenciada en Filosofía. Fragmento del trabajo “Lacan lector de Heidegger” (Fundación Centro Psicoanalítico Argentino).